La llamaron Blanca, no podía tener otro nombre esa niña pálida que la zíngara acababa de alumbrar. Las mujeres que se habían amontonado en la habitación temieron la cólera del padre por aquellos rasgos ajenos a su raza. Pero cuando mostraron el bebé a Samuel, éste sonrió fascinado al ver la piel lechosa y la pelusa rojiza que coronaba su cráneo. “An Cailín Rua”, dijo y la tomó amorosamente en sus brazos.
Fue entonces cuando un primo recordó que el padre de Samuel había estado en Irlanda siendo joven y que regresó con un hijo de cinco años y ninguna esposa. Rehizo su vida y nadie se atrevió a preguntar por el origen de la madre, aunque era fácil hacer suposiciones oyendo a Samuel hablar gaélico.
Blanca creció bajo la mirada de su padre, que se fue haciendo más atenta conforme avanzaban los años y su hija se transformaba en una beldad pelirroja que hechizaba a los muchachos zíngaros. La joven, por su parte, no parecía interesarse en ellos; su rasgo más destacado era la tendencia a ensimismarse contemplando cómo las olas se rompían contra el acantilado gallego y el rostro de su padre mientras le hablaba “en el idioma de la abuela”.
Pero un día sucedió lo temido: Jonás, más apasionado que otros, antepuso su amor al respeto al clan y huyó con Blanca. No supieron de ellos hasta pasados unos años, cuando Jonás regresó con un niño moreno y sin la bella pelirroja, que les había abandonado en Irlanda.
Samuel les acogió en su casa e intentó consolar a su yerno: “Jonás, ésa es la lección que yo hube de aceptar desde niño. Esas criaturas hechiceras no nos pertenecen y no hay amor humano, ni de hijo ni de amante, que les persuada de regresar con los suyos”.
(An Cailín Rua = Una chica pelirroja, en gaélico)
Un libro: «Tierra embrujada», Erin M. Hart
Una canción: «Dreams», de Cranberries
Dos películas: «Las horas» y «El secreto de la isla de las focas»
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