Infancia. Esconderse de su abuela en el manzano y tirarse del árbol para salir al encuentro de Adrián, que llega silbando por la vereda. Estudiar los ojos de su primo, que cambian con el tiempo. A veces atrapan el azul del cielo limpio, pero con la tormenta, se vuelven grises y oscuros, mientras la riñe por esperarle bajo la lluvia.
Adolescencia. Oír a su abuela llamándole niña delante de Adrián. Esconderse y medir su altura en un palo de vendimia. Teñirse los labios con el zumo morado de las uvas y recibir un cachete de su madre por mancharse la ropa. Quedarse dormida en los brazos de Adrián, que calma su llanto.
Juventud. Crecer, dejar el pueblo. Perderse en la ciudad y en caricias deshonestas. Sonreír a extraños de ojos azules y llorar a solas. Asomarse de noche a la terraza y trazar líneas entre las estrellas para dibujar un manzano. Cerrar los ojos e imaginar los brazos de Adrián ofreciéndole consuelo.
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