[y también en el lamento.
Ahora recuestas la cabeza sobre mis manos
y apuestas cualquier cosa a que todo podría ir peor.
Sara ha muerto en Viena. Quiero creer que no estaba sola, que al menos le acompañaba el profesor de música del que me hablaba en su último correo electrónico, hace ya dos meses. Me cuesta unos minutos asimilar que no volveré a escuchar su risa alocada, la que en otro tiempo excitaba mi malhumor y preludiaba los gritos.
Aún tengo en la mano el auricular del teléfono -ha sido la policía quien me ha comunicado la noticia- y me dispongo a hablar con Emma. Subo despacio las escaleras hasta el dormitorio y desde el umbral de la puerta contemplo su figura recostada.
—¿Quién llamaba? -se oye su voz adormecida. Por un momento reconozco la voz de Sara, un rasgo que ambas hermanas compartían. Era difícil diferenciarlas por teléfono, aunque luego, de carácter, resultaran ser totalmente opuestas.
Me acerco a la cama y me siento a su lado. Emma se incorpora, leo la inquietud en sus ojos.
—Sara ha…—empiezo a decir, pero me callo. Emma adivina el resto al ver el brillo de las lágrimas.
En una hora ha tomado el control de la situación. Prepara una maleta con lo indispensable, y arrancamos el coche sin despedirnos de nadie. Apenas charlamos durante el viaje. Emma conduce las primeras horas hasta que entramos en Francia y hacemos un alto al llegar la hora de la comida. En la cafetería yo devoro un sándwich tras otro y pido una segunda coca-cola. Ella sólo le ha dado un mordisco al suyo, y permanece con la vista baja.
—¿Te arrepientes? -dice Emma de repente. Olvido la comida un instante para enfrentar sus ojos. Nunca creí que le oiría preguntarme eso.
Por supuesto, lo he pensado muchas veces. Durante las interminables peleas con Sara, su hermana Emma siempre aparecía como por ensalmo, inundando mis sentidos con su aura pacífica, con la promesa silenciosa de una vida estable y tranquila, sin sobresaltos. Precisamente lo contrario a lo que en ese momento era mi matrimonio con Sara. Terminé por ceder al constante reclamo de Emma.
Sara me hizo una última gran escena al enterarse y se fue a Viena con la excusa de un lectorado. Cortó toda comunicación con su hermana, pero a mí me escribía con cierta frecuencia. Le gustaba zaherirme y yo releía sus correos electrónicos dos, tres, diez veces. Me has destrozado la vida, escribía Sara. Mi hermana jamás me hubiera traicionado. Éramos uña y carne. Has debido seducirla con todas tus artes.
En la cafetería, Emma continúa aguardando mi contestación. Podría responder con otra pregunta: «¿Por qué la envidiabas tanto?», pero decido callar. Cada hermana construyó su propio muro para ignorar la realidad y yo no soy nadie, nunca he sido nadie, para hacérselo entender a ambas.
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