El bocetista no tiene trabajo. Un día, no sabe cómo, ha empezado a experimentar terror a las críticas de sus clientes. «Me has puesto una nariz que no tengo», «mira qué frente, ni que me estuviera quedando calvo». La gente no acepta su realidad y rechaza al bocetista, que ve esfumarse su única fuente de ingresos.
Un amigo le sugiere que trabaje para la policía. «Dedícate a los retratos-robot», le dice, «dibuja lo que otras personas te describan». El bocetista le hace caso y todo parece ir bien. Conecta con los pensamientos de la gente, intuye los rasgos que ellos no saben describir. Se hace conocido y estimado.
Hasta el día en que llega ella, la hija del comandante de la policía. Pelirroja, de su edad. Ojos azules agrandados por el miedo. Ha soñado muchas veces con un hombre que la acosa. Intuye que desea matarla, pero no tiene pruebas. Solo es una figura que se le aparece en la vigilia.
El retratista acoge el nuevo encargo con cierto pánico. Va perfilando con su lápiz los rasgos que ella le describe, y se vislumbra un hombre sin rostro que parece querer salir del papel. Cuando le observa así, una figura al otro lado de un cristal opaco, la huella de sus manos buscando forzar una salida sin conseguirlo, suelta el lápiz. Mira a la chica y le dice, convencido:
-Le he atrapado a tiempo. Ya no puede hacerte daño.
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