Medina remataba siempre el trabajo contando una historia, distinta cada vez, pero con un personaje común: el Silencioso. Así llamaba a la presencia invisible que, tarde o temprano, se les acababa revelando a los infortunados protagonistas de sus narraciones.
Tenía un don, Medina. Su voz ronca hipnotizaba como el desfile de una pantera, y era igual de peligrosa. Los novatos del grupo le dirigían tímidas miradas, incapaces de sustraerse a su hechizo a pesar del frío, mientras él iba dando caladas a su tabaco negro.
La historia duraba lo que su cigarrillo en consumirse, cuyas cenizas iba sacudiendo metódicamente con un giro de muñeca. Y era entonces, mientras asistíamos a la aparición del Silencioso, previendo que en sólo dos caladas llegaría el desenlace, cuando el rehén comenzaba a gritar, preso de la histeria, jurando que nos diría todo.
Allí, en medio de la campiña, con el frío anidando en el tuétano y una docena de hombres rodeando al desdichado, Medina remataba su trabajo con una frase y un disparo que cerraban también su historia.
-Demasiado tarde.
¡Qué bueno!
Puro cine negro entre humo, con las palabras justas, sin despreciar ni un solo tópico ni caer en ninguno de ellos.
Saludos.
Qué bueno leerte por aquí, majo.
Muchas gracias, me alegra de verdad que te haya gustado.
Un abrazo, salao.