La huida comenzó de madrugada. Nos despertó el sonido de los muebles siendo arrumbados contra la pared, el estallido cristalino de la vajilla, las pisadas por las escaleras. La calle empezaba a saturarse de olor a gasoil y niebla de carburadores. No se oían sus voces, sólo un “chist” apagado cuando alguno de los niños hacía amago de protestar. Hacia mediodía la ciudad estaba absolutamente desierta. Fue entonces cuando llegaron los camiones y se bajaron los hombres protegidos con máscara de gas. Se desató la pesadilla cuando liberaron el contenido de las cisternas. Quisimos huir, pero acabaron con casi todas nosotras. Es nuestra condena: nunca nos dejarán volver a Hamelin.
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