El gato estaba tumbado en el alféizar de la ventana, dejando que el sol entibiara su cuerpo atigrado. Tenía los ojos entrecerrados y, de vez en cuando, abría del todo uno de ellos para mirar abajo, hacia la calle. Respiraba con una especie de ronroneo asmático. Un par de moscas le zumbaban cerca de la oreja, pero él no hacía ademán de espantarlas. No muy lejos, una gata en celo maullaba su necesidad.
Él estaba sumido en sus recuerdos: los tejados que había escalado, la búsqueda de alimento en los cubos de basura, los roedores que había perseguido. La calle le traía buenos recuerdos. También hubo algunas peleas, pero su agilidad le había conservado sus siete vidas. Ahora, las cosas habían cambiado. El simple hecho de escalar hasta el alféizar le había supuesto un gran desgaste.
Su ojo abierto divisó a quien esperaba, entrando en ese momento en el portal del edificio. Minutos después, una anciana abría la ventana donde estaba apoyado el gato, diciendo con voz mimosa:
-¿Pero qué tenemos aquí? Minino bonito, ven conmigo…
El gato dejó que le cogiese en brazos y le introdujese en el cálido refugio de su nuevo hogar.
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