Las aguas de los océanos fueron las últimas en desaparecer cuando terminaron las lluvias sobre la tierra. Conforme el nivel fue bajando se abrieron las tumbas de los barcos naufragados; los esqueletos de madera y las corazas oxidadas exhibieron su postrera desnudez.
Un grupo que vagaba por el lecho de los océanos, recogiendo agua de los charcos, rodeó con respeto aquellos cadáveres insepultos. Pero los niños quisieron hacer su campamento en el cementerio de barcos. Decían que el chirrido de los hierros era, en realidad, la voz de una sirena que había prometido conducirles hasta un secreto surtidor.
Una mañana despertaron y descubrieron que los niños no estaban. Los adultos buscaron entre tablones y mástiles de madera que desaparecían en nebulosas de polvo por el calor del sol, entre los hierros ensangrentados por el óxido que mostraban sus heridas rojizas a la luz del día. Pero no encontraron a los niños.
Finalmente dieron por infructuosa la búsqueda y, contemplando el suelo que se resecaba, se consolaron pensando que, dondequiera que estuviesen, su destino quizá fuese mejor.
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