Escribir es cuestión de detalle. Según acabamos de estudiar, los personajes, los objetos, las acciones y los escenarios que dan cuerpo a una historia han de ser únicos y peculiares, y el autor de ficciones debe elegirlos con cuidado, huyendo siempre de lo previsible. Con todo ello -eso también- quizá os parezca que me alejo un poco del objetivo de este libro, donde no se trata tanto de qué escribir, sino mas bien de cómo hacerlo. Bueno: pues como podéis imaginar, lo que ocurre es que el qué y el cómo ni siempre resultan separables en una obra literaria… Y si me permitís un juego de palabras, os diría que igual que sucede en la propia vida, también en el espacio de la ficción lo pre-visible no es visible.
Hay que evitar lo previsible, porque le resta visibilidad a cualquier narración. En la vida diaria, ya os digo, también las cosas, los objetos, no pasan desapercibidos con muchísima facilidad. Están ahí, pero no los vemos. Contamos con ellos, sí, y en cambio les prestamos una atención sumaria y prescindidora.
Termino de explicarlo con un ejemplo. Veréis: imaginad que dentro de un rato vais al dormitorio de vuestra casa a buscar un cepillo para la ropa. Llegáis al dormitorio, abrís el armario, tomáis el cepillo… y ahora os dirigís hacia el perchero del recibidor, del que cuelga el abrigo que tenéis intención de cepillar. En una acción como esta, rutinaria y común: ¿vosotros diríais que habéis visto la cama del dormitorio? Pues yo juraría que no. Mientras abrías el armario, sí, es muy posible que la cama haya entrado en algún momento en vuestro campo visual. Pero por expresarlo de algún modo: vuestro cerebro no ha llegado a procesar su imagen. La ha dado por supuesta, diríamos. Que en el dormitorio esté la cama es lo pre-visto. Lo normal. Es un dato tan obvio que no merece un instante de atención. Abrís el armario, tomáis el cepillo de la ropa, y la cama ha permanecido -a lo largo de toda esa secuencia- perfectamente invisible para vosotros.
Bien… pues ahora imaginad la misma acción con una ligera variante: en el momento en que llegáis al dormitorio en busca del cepillo, hay un cocodrilo de dos metros roncando plácidamente en vuestra cama. Como es obvio, los que vayáis para escritores realistas ya habréis pensado que quizá los cocodrilos no roncan, y que la probabilidad de que uno encuentre un cocodrilo en su cama es francamente baja. Bueno. No voy a discutirlo. Pero lo que sí os digo es que en este caso la cama adquiriría en vuestra conciencia una realidad inapelable. La mimaríais con auténtico pavor. Le hablaríais de ella a la policía: -Está en mi cama. Sí señor; dentro. Y es muy grande. No; mi cama no: el cocodrilo…
Durante varios meses os meteríais en la cama con una invencible aprensión; y los que seáis escrupulosos y os den asco los cocodrilos, es casi seguro que acararíais cambiándola por otra. Afortunadamente, claro, que uno encuentre un cocodrilo en su cama es un hecho del todo imprevisible. Pero con la misma nitidez exacerbada con que verías vuestra cama si la encontraseis ocupada por un cocodrilo… exactamente igual tienen que ver el lector cada una de las acciones, los escenarios, los objetos y los personajes que hagáis aparecer en vuestros textos de ficción. Para ello, ya os digo, todo el secreto está en huir de lo previsible.
En poner a roncar un cocodrilo en cada uno de los episodios, los párrafos y las frases. Y además os lo digo muy en serio. El lector tiene que navegar por vuestra historia sin distraerse ni un minuto, con la misma atención con que navegaría por uno de esos ríos de las películas, infestados de cocodrilos. Tengo un amigo, Edu, que utiliza el mismo criterio para prever si una película le va a gustar o no: -¿Salen cocodrilos? -pregunta.
Y qué duda cabe de que lleva razón. Hay una alta probabilidad de que una película en la que salen cocodrilos sea, por lo menos, entretenida. Yo he querido darle esta sorpresa a Edu, y hacer que también en mi libro salgan cocodrilos. Pero eso sí: hay muchos tipos de cocodrilos. En el párrafo de Cheever podríamos pensar que no sale ninguno… Y el caso es que en el fondo sí que salen. Sale un circo, y dos acróbatas, y unos andares zambos, y una almohada en forma de corazón, y la Casa Blanca, y una mujerona que se tapa la cara para hacer pucheros y un hombre peludo en calzoncillos que le sirve el desayuno. Con sólo ese párrafo inicial no sabemos, desde luego, si el cuento de Cheever es un buen cuento (lo es: os recomiendo que lo leáis). Pero al menos sabemos que el relato va a entretenernos. Lo notamos sabemos que el relato va a entretenernos. Lo notamos al primer vistazo… porque el fluir de la escritura está infestado de «cocodrilos», como los ríos de las películas.
Los cocodrilos que roncan en la cama hacen visible la historia. Y lo que hemos hecho con ese texto-petardo que os invitaba a rescribir en la sección anterior no es otra cosa que ponerle cocodrilos. El despertador que no suena, el grifo sin agua, la taza que se rompe, el pendiente de oro metido en el azucarero, son pequeños cocodrilos con los que vamos atrapando la atención del lector, fijándola al fluir de la escritura… porque a cada trecho la historia le suministra un elemento poco usual, que escapa a lo rutinario y lo previsible.
No es nada previsible, ya está dicho, que uno encuentre un cocodrilo roncando en su cama. No hay relación ninguna entre una cama y un cocodrilo. Pero seguramente, al leer esta pavada que se me acaba de ocurrir, lleváis dos o tres páginas visualizando una cama por la mera razón de que le he puesto dentro un cocodrilo. Decía Borges que cuando en un texto literario se menciona a un animal raramente pasarán dos o tres frases sin que se mencione a otro. El descubrimiento es graciosísimo (no dejéis de comprobarlo), por lo infalible y por lo absurdo de la ley. Yo os confieso que llevo un buen rato tratando de quietarle la razón a Borges… pero me rindo, venga. Después del cocodrilo tengo que mencionar a un pavo, aunque se trate de un pavo muy especial.
Este pavo que quiero presentaros aparece en la novela «Mis memorias», del humorista Miguel Mihura. No es muy difícil, desde luego, hacer que el lector visualice a un pavo, y más si podemos permitirnos cualquier libertad, tal como ocurre en una novela he humor. Aun así, observad cómo lo hace Miguel Mihura, y qué «cocodrilo» utiliza para pintar un pavo inconfundible ante los ojos de los lectores:
«Otra de las cosas que nos servían de entretenimiento en aquella época era ir a la cocina y ver el pavo de Navidad. El pavo era como un señor vestido de luto, que se llamaba don Gustavo, y que estaba muy triste porque le habían matado en el pueblo a su señora, que era una pava de una vez. En Navidades le convidaba uno a casa para que pasara unos días con nosotros y se distrajera. Pero el señor de luto se metía en un rincón de la cocina y no había quien le sacara de allí.-¡Pero no sea usted tondo, don Gustavo! ¡Venga usted con nosotros a jugar al tute! -se le decía al pavo para que se animase y no pensara más en sus cosas.Pero el pavo no se movía de la cocina y se pasaba el día haciendo pucheros con su aire triste de desconsolado esposo.-¡Pobre Margarita! -parecía decir de vez en cuando con su voz de viudo. La criada estaba desconcertada con aquel señor de luto siempre junto a ella, y como no sabía qué decirle, se pasaba la tarde comiendo un pedazo de pan y asomándose a la ventana de la cocina para mirar fijamente no se sabía qué. El pavo era como un huésped antipático, y todos en la casa empezaban a tomarle odio y a hablar mal de él.-Es un tío imbécil y orgulloso -decía el dueño de la casa.-Podía haberse quedado en su pueblo y no venir aquí con ese aire triste de paleto.-Lo que tenía que hacer era sonarse.-Parece un empleado de Pompas Fúnebres.-Tiene aspecto de ser un «gafe».-¿Y si le asesináramos una noche? -opinaba el niño.La idea del asesinato era bien acogida por todos, y se fijaba un día y una hora para cargárselo.»
El «cocodrilo» -y un cocodrilo enorme, ciertamente- es aquí ese señor viudo que Mihura nos hace visualizar mientras cuenta la historia del pavo. Eso sí: me consta que el ejemplo es un poco capcioso, porque en una secuencia como esta el propio «cocodrilo» importa más que la «cama». Al tratarse de un texto de humor, lo esencial no es aquí la peripecia del pavo, desde luego, sino el destino lúgubre de aquel señor viudo que la familia asesinaba por Navidad. Pero también por eso -por lo desmesurado del recurso-, el pavo de Miguel Mihura (sin ánimo de faltar) nos da una idea muy precisa de lo que es un «cocodrilo»…
Y la estrategia ya está explicada. «Quiero que el lector de mi texto visualice un pavo de Navidad»; bien: pues en ese caso he deponerle dentro, al lado, alguna cosa única y llamativa: un cocodrilo o un señor de luto, igual me da; cualquier objeto o cualquier situación enteramente peculiares (el andar zambo de una equilibrista), que se graben a fuego en la retina de los lectores.
«La práctica del relato» de Ángel Zapata. Ediciones Fuentetaja.
Indicios o cocodrilos?