La mujer vacía el bolso encima de la cama y extiende su contenido sobre la colcha. El hombre que está a su lado comienza a pasear a lo largo y ancho de la habitación, y al final se detiene.
—Mamá, por favor, no vamos a llegar.
—No encuentro las llaves. No puedo salir de casa sin las llaves.
Él contempla el muestrario de objetos sobre la cama. Hay un peine, tres barras labiales (todas del mismo tono, o eso le parece), dos paquetes de pañuelos de papel, una cartera, el móvil, el cargador del móvil. Hay otras cosas, pero no entiende bien qué hacen en el bolso de su madre. ¿Para qué necesita la labor de punto o el trapo de la limpieza?
—Mira, mamá, están aquí.
Enredadas en la madeja de lana de color fucsia hay un manojo de llaves.
—Menos mal, Rafa. ¿Qué haría yo sin ti?
Rafael no contesta. Sigue dando paseos a lo largo y ancho de la habitación mientras su madre recoge sin parsimonia todo lo que hay sobre la cama y lo devuelve al bolso.
—¿Ya estás lista?
Su madre afirma con un gesto de la cabeza y, por primera vez en toda la mañana, él se da cuenta de que su madre no se ha pintado los labios.
—¿No te maquillas?
Ella se encoge de hombros.
—¿Para qué? —replica.
Rafael decide no insistir. No es un buen día. Los hay mejores y peores, y este no es uno de los positivos. Puede que se deba al lugar donde van. Quizá sea consecuencia del peso y el paso de los días. Sabe que esta situación les está minando a ambos.
—Mamá, vámonos ya.
Coge del brazo a su madre y la empuja con delicadeza fuera del dormitorio.
El trayecto hacia el hospital está preñado de silencio. Su madre ha sacado la labor de punto fucsia y teje algo —Rafael diría que parece una especie de calcetín, pero tampoco está seguro—, y él sintoniza la radio. Quizá un poco de música les anime. Pero parece que es la hora de las baladas tristes, y pronto se cansa de viajar de una emisora a otra.
—¿Crees que sabe quién soy? —dice, de improviso, su madre.
Rafael sabe lo que debe contestar. Puede que crea o no en lo que dice, pero es lo que su madre necesita oír.
—Claro, mamá. Lleváis treinta y siete años juntos. Eso se graba a fuego en la memoria.
—La última vez creyó que era su hermana. Y tu tía Gloria nunca me ha caído bien, que lo sepas.
—Estaría cansado.
—Mientes muy mal, hijo.
Su padre tiene alzhéimer, y desde que le ingresaron por una infección, parece que su deterioro avanza a un ritmo trepidante. Desde hace una semana, a diario, Rafael le visita acompañado de su madre, pero se está empezando a plantear dejarla en casa. Sobre todo desde que ha dejado de reconocerla. A él mismo le confunde con un hermano pequeño que se le murió en la infancia y que se llamaba Rafael. Ese el motivo de que lleve su nombre.
La habitación está llena de luz a esa hora. Los muebles blancos, las flores que traen cada día, parecen diluir un poco la sensación de estación términis. Su padre parece ocupar solo la mitad de la cama, de lo consumido que está.
—Hola, Rafael —saluda este. Como le viene sucediendo desde hace meses, no sabe si le cree su hermano pequeño o su hijo.
—Hola, campeón —dice a su vez—. ¿Cómo has amanecido hoy?
—No es el mejor hotel en el que he estado, pero no lo llevo mal.
Rafael se separa un instante de la cama para que su madre se acerque a saludarle.
—Hola, Esteban.
—Hola, Gloria. —Rafael cruza una rápida mirada con su madre que parece decirle «¿ves?»¾. Te veo un poco demacrada.
—No me he pintado. —La voz de la madre es átona.
—Pues con lo presumida que siempre has sido tú. ¿No llevas tu barra en el bolso como de costumbre?
—Se me ha olvidado, hijo. Voy perdiendo la cabeza.
Rafael se gira hacia ella.
—Mamá…
Levanta una mano para impedir que siga hablando.
—¿Me dejas un momento a solas con él? Necesito decirle algo.
El hombre sale de la habitación y se dirige a la sala de espera de las visitas. Hay una máquina de botellas de agua y refrescos, y otra de cosas de picoteo. No debería caer en la tentación, pero echa una moneda para conseguir una chocolatina. Necesita azúcar en vena. Para pensar, se dice, para decidir qué va a ser de él en los próximos meses, cómo va a poder afrontar la situación de ser un hermano perdido o ver a su madre convertida en la hermana frívola con la que nunca se puede contar (sus últimas noticias es que vivía en Suecia, pero eso fue hace más de un año). Es curioso el laberinto de la memoria. Caprichoso y extraño. Hace que recuperes retazos que creías sepultados en el olvido y, en cambio, te niega el atravesar las puertas de la realidad diaria.
Cuando transcurre media hora sin noticias, Rafael decide que es hora de volver a la habitación. Encuentra a su madre quitando el polvo (que no hay) de los barrotes de la cama, la labor de punto fucsia extendida sobre la cama. Su padre está sonriendo.
—Tu madre siempre ha sido muy limpia —le dice al divisarle en la puerta—. ¿Te he contado alguna vez que ella me enseñó a tejer? —Levanta el calcetín a medio terminar para mostrárselo—. Me decía que era muy impaciente y que era una buena terapia para tranquilizarme.
Rafael se acerca a la cama.
—¿Por qué ese color?
Cuando se vuelve hacia su madre, lo comprende. Ella se ha pintado por fin los labios (a saber con cuál de las tres barras, eran casi iguales), y exhibe una sonrisa absolutamente fucsia.
Me ha parecido un relato precioso, Rocío. La carga de ternura hace que se dibuje una sonrisa al leerlo, qué ingratas son estas enfermedades. Un beso.