El primero de los toros azules emergió chorreando espuma por los ollares, y sus poderosas patas le empujaron fuera del océano, en dirección al niño que le contemplaba atónito desde la orilla.
Cuando la embestida parecía inminente, aquella bestia se licuó de improviso a los pies del infante, salpicando de agua salada sus pequeños pies.
Hubo un segundo toro, un tercero, y así hasta completar una manada de veinte, que se deshicieron frente al niño, inmóvil como una estatua ante las apariciones.
Fue su madre quien finalmente le rescató del hechizo, con un par de palmadas en el trasero, por acercarse tanto a las olas de aquel mar que contemplaba por primera vez.
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