Fue un día difícil para Tesa. Los pésames, las marcas de carmín en la mejilla con olor a colonia barata, la diadema que le apretaba la cabeza como si fuese de hierro y el cuello del vestido, tan almidonado que le costaba tragar saliva. Lo peor, sin embargo, fue la ausencia de lágrimas. Su madre le pegó cuando volvieron del funeral por lo que ella llamaba una «insensibilidad» cruel ante la muerte del padre. Pero la paliza no consiguió humedecer sus ojos.
Cuando su madre se fue esa tarde al trabajo, entró en al dormitorio conyugal, abrió el cajón, cogió la cajetilla de tabaco y salió a la calle. Su vecina Ester, de trece años como ella, fumaba dando paseos por la carretera. Aquel día se había pintado los labios de rojo. Tesa avanzó hasta llegar a su altura y le pidió fuego. Luego se quedaron juntas lanzando caladas.
No quiso subir al coche que se detuvo frente a ambas. El conductor era pelirrojo y le recordaba a ya-sabes-quién, le dijo a su vecina. Ester le sonrió con una mueca antes de cerrar la portezuela. Al ver el coche alejándose calle abajo, Tesa sintió un dolor conocido en el pecho y, por fin, dejó escapar el llanto.
Disculpe la intromisión. Tengo encomendado dejar un comentario en este blog para otorgarle un premio de parte de Eduardo Martos. Él no puede hacerlo porque, con casi total probabilidad, sigue encerrado en el sótano donde lo dejé.
Reciba un cordial saludo,
J.H.
¡Eh, JH! ¿Seguro que no nos conocemos? 🙂 Es mucho honor para mí, déle un abrazo de mi parte al amigo Eduardo.
Gracias efusivas (pendiente de comentar en tu blog, ahora que lo he visitado, Eduardo) 😉