Sucedió durante el cumpleaños de Leonor aunque, para ser exactos, debiéramos aclarar que el hecho central tuvo lugar antes de la celebración, cuando mi mujer abrió un paquete recién traído de Correos y encontró un par de botines de caña alta, en ante marrón oscuro, y precisamente de su número.
Mientras Leonor proclamaba su deleite ante aquel regalo sorpresa, yo buscaba el nombre del remitente, sin éxito. Ella parecía tan dichosa que se me antojó ridículo interrogarla, y decidí ir a la oficina postal para informarme. ¿Cuál es la probabilidad de que Correos extravíe la papeleta de correo certificado? Aquella vez fui uno de los pocos sujetos al desabrigo de la campana de Gauss.
Con inquietud creciente regresé a mi casa, y la encontré usurpada por los invitados a la fiesta de cumpleaños. Merodeé de un grupo a otro, estudiando los rostros masculinos, catalogando las miradas que dirigían a mi mujer, comprobando si los ojos se detenían en los dichosos botines que ella lucía con su falda más atrevida.
Finalmente, me di por vencido y me refugié en el cuarto de baño, sintiéndome un forajido en mi propio hogar, con la comezón de la sospecha royéndome la vida. Allí me encontró Leonor dos horas más tarde, después de buscarme con un taconeo de guerra.
—¿Se puede saber qué haces ahí metido?
—¿Se puede saber quién conoce tan bien tus gustos de calzado? –contraataqué yo.
Ella me observó sorprendida y sólo entonces comprendí la verdad.
—Deja que, al menos, los pague yo.
Y así hemos procedido desde entonces. Ella elige siempre: lo que quiere y al hombre que quiere que pague. Nada me hace más feliz que ser siempre yo.
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