Loreto era un rostro rodeado de otros cientos de rostros humanos, pero algo la hacía destacarse de la masa anodina de la facultad. Pasé mucho tiempo analizando cuál era esa cualidad que me hacía imposible despegar la vista de su figura, que me obligaba a escanear todos los lugares que frecuentaba hasta localizarla entre la multitud.
No sé si Loreto fue consciente en algún momento de mi interés. Alzaba los ojos con timidez cuando la saludaba, y no llegaba más allá de los monosílabos en mis tentativas de conversar con ella. En otras palabras: nunca coqueteó conmigo y decidí que era mejor olvidarla una vez finalizada la universidad.
Sin embargo, una década después, volví a adivinar su rostro entre la muchedumbre. Ese gesto suyo, la forma de alzar la cabeza, me confirmó su identidad. Fue una visión fugaz en el mar de rostros que abarrotaban la feria más multitudinaria a la que jamás había asistido: la Hong-Kong Book Fair. Mi trabajo de agente editorial me había conducido hasta las puertas de Oriente pero no sólo lamentaba el viaje, sino que empezaba a experimentar síntomas de agorafobia.
Mi indisposición quedó rápidamente relegada a un segundo plano al ver a Loreto entre la miríada de personas del lugar. ¿Dónde podría volver a encontrarla? ¿A qué lugar acudiría una española en una feria asfixiante para encontrar un momento de tranquilidad? La respuesta me llegó como una revelación. Entre los servicios feriales destacaba una amplia oferta de restaurantes de comida rápida y bares. Al repasar la relación de nombres, me había llamado la atención uno en castellano: “Café Punta del Cielo”, una franquicia mexicana que prometía saborear café de verdad. Quizá pudiéramos coincidir allí.
Aquella tarde fue la más larga de mi vida. Mientras repasaba el catálogo de expositores de la feria, de dimensiones y letra parecidas a una guía de teléfonos, fui saboreando despacio un café tras otro, y alzando la vista a cada momento. Sentía una desazón creciente. Aquel catálogo me hablaba de miles de editoriales, cada una manejando cientos de autores, y si multiplicaba por un promedio de cinco obras por escritor, visualizaba una biblioteca infinita que ninguna generación sería capaz de leer. ¿Cómo distinguir, entre aquel maremágnum de productos, al autor que merecería la pena representar, al que quizá podría alcanzar notoriedad en su década y mantener saneadas las cuentas de una editorial?
Con un gesto agotado cerré el catálogo y me levanté para pedir un último café. Una mujer abonaba su consumición en la barra. Aunque estaba de espaldas, reconocí sin dificultad aquel movimiento de su cabeza. Loreto giró al oírme pronunciar su nombre y su rostro se expandió por el efecto de su sonrisa al reconocerme.
Por eso me convertí en agente editorial: aquella chica me había demostrado, en mis tiempos de facultad, que era capaz de identificar lo valioso entre la multitud. Y ahora estaba mejor preparado para aprovechar la oportunidad.
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