—Por favor, ven —fue el ruego desesperado de Clara al otro lado del teléfono—. Tengo que mostrarte algo.
Quince años de separación oficial no habían conseguido que ésta fuese física. De nada servía que me hubiese casado de nuevo, que tuviese tres hijos pequeños y un trabajo absorbente: Clara siempre me interpelaba como si ella fuese mi principal ocupación. Maldito el día en que la conocí y la hice mi mujer frente a un juez de guardia. Aquel matrimonio de tres días se había revelado como una cadena perpetua.
Llegué al piso de Clara media hora después. Hacía varias semanas que no la veía, y me sorprendieron los círculos oscuros bajo los ojos, su rostro sin maquillar y su cabello pelirrojo recogido con descuido.
—¿Qué sucede? —dije con impaciencia, mirando con descaro el reloj—. Mi hijo mayor juega un partido de baloncesto dentro de una hora y quiero ir a verle.
Por toda respuesta, ella me guió hacia el dormitorio de su compañera de piso. Hacía tiempo que había decidido conseguir una fuente extra de ingresos alquilando una habitación de su amplia casa. Sus ganancias como “Personal Shopper” eran tan impredecibles como el IBEX 35, pero ella no deseaba renunciar a su tren de vida.
—Hace un año que Almudena es mi inquilina —comenzó a explicar, retorciéndose las manos mientras entrábamos en el cuarto.
Yo asentí, conocía a la susodicha por los frecuentes requerimientos de Clara de acudir a su casa. Evoqué la figura menuda de una chica morena de pelo corto siempre con vestidos, y eché un vistazo en derredor, aprobando silenciosamente el orden pulcro de la habitación. Era un dormitorio espacioso, con una cama de 1,20 en el centro, armario empotrado, butaca y, al lado del gran ventanal, un biombo que llevaba estampada en blanco y negro una fotografía de Audrey Hepburn en “Desayuno con diamantes”.
—Aquí no veo nada extraño —dije, frunciendo el ceño—. ¿Te has dedicado a revolver las cosas de tu compañera de piso?
—Me estás juzgando sin terminar de oírme —se defendió Clara, retorciéndose aún más las manos—. Te he llamado porque hace tres días que Almudena no duerme en casa. No me dejó ningún aviso, no contesta las llamadas y, como nunca me ha hablado de su familia, no sé a quién preguntar.
—Denúncialo a la policía, Clara.
—Eso ya lo he hecho, pero es que esta mañana he descubierto algo. Tras el biombo. Es el único mueble de la habitación que no es mío, ella misma lo trajo y lo colocó en esa esquina.
Me acerqué al objeto, lo desplacé y comprobé que sólo ocultaba un trozo de pared desnuda. Me di la vuelta con un interrogante silencioso.
—Mira en el biombo. Por detrás.
Eso hice y contuve un silbido de admiración. Los tres paneles estaban empapelados por una multitud de fotografías en blanco y negro, todas ellas de la misma chica morena y delgada, enfundada en diferentes vestidos de los años 60.
—Es Almudena, ¿no? Parece que está imitando el estilo de Audrey Hepburn.
Clara me miró, preocupada.
—¿Y si es una psicópata? ¿No crees que corro peligro?
Por primera vez desde la llamada de Clara, me sentí aliviado y hasta me permití carcajear.
—Me voy, querida, que llego tarde al partido de mi hijo.
Ella me siguió por el pasillo hasta la puerta de entrada, lanzándome improperios.
—¡Cómo se te ocurre dejarme así! ¡Quizás estoy en peligro de muerte!
Me detuve en el rellano y enfrenté sus ojos, con gesto serio.
—La que ha debido considerarse en peligro es Almudena. Su casera, es decir, tú, es una persona obsesionada con su ex-marido, y su única dedicación es aconsejar a otras mujeres cómo gastarse su dinero en “trapitos”. No me extrañaría que, a estas horas, se estuviese buscando una nueva habitación.
Dejándola sin palabras, me fui. Dos días después, Clara me llamó de nuevo:
—Almudena ha venido por sus cosas y se ha ido.
Hubo un largo silencio que acabó rompiendo ella:
—¿Puedo acercarme a tu oficina a que me invites a un café?
Acepté, por supuesto. Si aquel día de quince años atrás tuve el arrebato de casarme con Clara es porque jamás he conocido, ni volveré a conocer, una mujer tan insufrible y adorable como ella.
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