Siempre fuimos tres: Esther, tú y yo. Todo el mundo lo supo, ya desde el día de nuestra boda. Cuando me pusiste el anillo en el dedo, me miraron a mí, la novia, sí, pero también a Esther. Al alumbrar a nuestros hijos, ella también recibió las felicitaciones, como si hubiese sufrido los dolores del paritorio. Con el tiempo, consiguió hasta una habitación en nuestro piso. Todo lo he tolerado por nuestro matrimonio.
Pero hasta tu madre está de acuerdo conmigo en esto: o te deshaces de esa cacatúa que pomposamente bautizaste con nombre de mujer o le corto las cuerdas vocales. Yo estaré gorda, pero al menos no tengo unas antiestéticas plumas rojas y verdes.
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