Te encuentras a las puertas. Quizá hubiese ayudado tener una inscripción en runas antiguas, algún mensaje cifrado que te advirtiera de que estabas frente a un laberinto. Pero no la hay y no hacía falta. El sentimiento de peligro que lleva hormigueándote desde hace diez minutos ha disparado ya la alarma.
Aún así, no puedes evitar relamerte pensando en la situación. Desafiar un laberinto es incursionar en la psique humana, una experiencia reveladora. Lo complejo revestido de sencillez, un misterio que se viste de diseño, la intuición aliándose con la experiencia sensorial. ¿Destino? ¿Libre albedrío? No lo sabes, tampoco te importa.
Te sientes confiado porque conoces dos modos seguros de escapar de un laberinto, llegado el caso. Sean de una sola salida, o con ramificaciones entrelazadas, se trata de elegir una dirección y, con mucha paciencia, mantenerse firme en ella todo el camino. Pero otras veces, lo divertido será el ensayo-error. Ahora avanzo, ahora retrocedo.
Sin embargo, mientras observas este nuevo laberinto enfundado en un vestido de gasa rosa, que proclama inocencia mientras sus labios rabiosamente encendidos piden guerra, te preguntas si sabrás salir indemne en esta ocasión. Quizá ha llegado el momento de acogerte a la tercera posibilidad: si tienes miedo de no saber escapar, mejor no arriesgues.
Dudas. Dos minutos de vacilación y terminas por invitarla a una copa, acallando las razones de tu subconsciente: yo. Luego no me vengas quejándote, pobre ingenuo.
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