—Te he dicho que no lo traigas.
—¿Cómo lo voy a dejar? —Samuel se quejó—. Mira qué pequeño es, está asustado y solo.
—Es asqueroso. Se lo voy a decir a mamá como se te ocurra meterlo en la mochila. —Irene hizo otro gesto de asco y se apartó del árbol.
—Eres una niña. —Samuel quiso insultar con esa frase a su hermana—. Solo las niñas tienen miedo de los animales.
—Y tú eres un niño —rebatió ella—. Solo a los niños se les ocurre ir recogiendo bichos repugnantes tirados bajo un árbol.
—Está ciego, ¿no te da pena?
—Todos los de su especie están ciegos, tontaina. ¿Te los vas a traer a todos?
—Pero este está despistado. Ha chocado contra el árbol. Debe tener una conmoción cerebral. —El niño tocó con suavidad la cabeza del animal.
—Tú sí que estás mal de la cabeza. Samuel, como se te ocurra traerlo, me chivo.
Su hermano se puso colorado, y luego se enfadó:
—Pues yo le diré a papá que te he visto besar a un chico. —Fue el turno de Irene de sonrojarse.
—Eres una rata miserable, peor que ésa.
Samuel recogió al murciélago y lo introdujo en la mochila.
—Sí —confirmó, y observó a su hermana con una sonrisa ancha—. Y para tu desgracia, «yo» no estoy ciego. ¿Nos vamos a casa?
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