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05/08/2018 by Rocío de Juan 2 comentarios

Las otras brujas

(microrrelato inspirado en la imagen de arriba)

Vosotras, que giráis en corrillos, hipnotizando con vuestras vueltas; que marcáis el latido de un corazón, las carreras de 100 metros y la respiración acompasada. Vosotras, mentirosas, que nada sabéis de los sonidos que evocan milenios, de las palabras que nacen eternidades. Para vosotras el presente es un momento apenas, y enseguida se deja atrás, para mirar adelante. ¿Hacia dónde? No lo sabéis. Por eso no me dejaré enredar por vuestra limitada visión del tiempo, odiosas manecillas de reloj.

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07/07/2018 by Rocío de Juan 2 comentarios

Sirenas en el cielo

(microrrelato inspirado en la imagen de arriba)

Donde la tierra se acaba comienza mi reino. Muchos la poblaron de sueños, castillos y amaneceres, allí se imaginaron un mundo de caricias y amores reencontrados. Solo verás cosas hermosas.
No, por favor, no mires hacia abajo, mírame a mí. No escuches al «sensato», oye mi voz. Ellos eligieron la tierra seca, dura e inhóspita. Yo te ofrezco la levedad, el olvido y la ambrosía.
Sólo debes dar dos pasos y cruzar el umbral.

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04/07/2018 by Rocío de Juan Deja un comentario

Perdido en la sabana

(Microrrelato inspirado en la loca foto de arriba)

Amaneces con la mala nueva. Ella te ha dejado, sin notas, sin mensajes. Y te invade una extraña sensación de cebra que ha perdido sus rayas. Vagabundeas por el pasillo, triste como un elefante sediento trashumando en busca del agua. Aunque te reconoces que, si fueras un gorila, tamborilearías la rabia que sientes sobre tu pecho.

Pero sólo eres tú, y ese gesto se queda a medias, entre el enfado del gorila y la tristeza del elefante, y buscas en el espejo las rayas de cebra que te faltan, decidido a no llamar primero, no ahora, no antes que ella.

Y el propósito te dura exactamente cinco minutos, los que tardas en no encontrar el café.

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19/04/2018 by Rocío de Juan 2 comentarios

El recorrido de la luz

Orto

La ciudad se dibuja. Trazo a trazo, la luz va perfilando su contorno. Aquí, una sombra; allá, una promesa. El anaranjado emborrona el blanco, el rojizo lo caldea. Se oye una alondra. Estallan los bostezos.

Ante meridiem

La ciudad es blanca. Tiene terrazas en los techados, con baldosas de tinte coral. El cielo se estira, perezoso. Alguna nube remolona se pasea por la bóveda límpida. Las voces se amalgaman en las paredes y rebotan en las callejuelas.

Zenit

Con seguridad, demasiado sol. El blanco relumbra, y el cielo explota de azul. Hay un hormiguero de colores por las calles. Piar desaforado. Ladran los canes y discuten los tenderos. Todos buscan el tesoro de la sombra.

Post meridiem

Niños que trazan piruetas imposibles. El trino de sus voces solaza la tarde de modorra y fuente cantarina. Los relojes campanean horas eternas. Holas y adioses entreverados de caricias.

Ocaso

Una lengua oscura lame los enlosados. La piedra aún calienta, pero la brisa es el mensajero de la noche. Hay una luna blanca queriendo asomarse en el cielo cárdeno. Voces perdidas, algún ladrido asustado.

Nadir

Susurros contenidos, el silencio quiere ser el dueño. La ciudad duerme bajo una vieja capa agujereada. Por los resquicios se asoma algún destello titilante. Los insomnes las llaman estrellas pero es la luz que espera, impaciente, regresar de su destierro.

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28/02/2018 by Rocío de Juan Deja un comentario

En el país de los ciegos

—Te he dicho que no lo traigas.

—¿Cómo lo voy a dejar? —Samuel se quejó—. Mira qué pequeño es, está asustado y solo.

—Es asqueroso. Se lo voy a decir a mamá como se te ocurra meterlo en la mochila. —Irene hizo otro gesto de asco y se apartó del árbol.

—Eres una niña. —Samuel quiso insultar con esa frase a su hermana—. Solo las niñas tienen miedo de los animales.

—Y tú eres un niño —rebatió ella—. Solo a los niños se les ocurre ir recogiendo bichos repugnantes tirados bajo un árbol.

—Está ciego, ¿no te da pena?

—Todos los de su especie están ciegos, tontaina. ¿Te los vas a traer a todos?

—Pero este está despistado. Ha chocado contra el árbol. Debe tener una conmoción cerebral. —El niño tocó con suavidad la cabeza del animal.

—Tú sí que estás mal de la cabeza. Samuel, como se te ocurra traerlo, me chivo.

Su hermano se puso colorado, y luego se enfadó:

—Pues yo le diré a papá que te he visto besar a un chico. —Fue el turno de Irene de sonrojarse.

—Eres una rata miserable, peor que ésa.

Samuel recogió al murciélago y lo introdujo en la mochila.

—Sí —confirmó, y observó a su hermana con una sonrisa ancha—. Y para tu desgracia, «yo» no estoy ciego. ¿Nos vamos a casa?

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