Él adoraba la nieve, porque era cuando acudía ella. Los copos se arremolinaban en el aire dibujando el contorno de su silueta, los cristales más altos centelleaban para mostrar el diseño de la diadema que ceñía su frente.
Sólo él era capaz de verla. Nadie más distinguía a la dama del frío, a la reina de las nieves. Y él estaba tan prendado que un día no soportó la idea de tener que esperar al siguiente invierno para visionarla.
Cuando cayó el último copo, él lo atrapó en su pupila para no perderla nunca de vista; en su sacrificio de amor, renunció a ver todo lo demás.